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domingo, 28 de enero de 2018

Cuento de Ajedrez nº 1



El Expreso de Letonia
 

(por Luis Méndez Castedo)


En la ventana del vagón se reflejaba el rostro de un hombre joven que intentaba discernir alguna característica del oscuro paisaje que desfilaba al paso del expreso nocturno entre Riga y Moscú. Sobre la mesita plegable del compartimento un ajedrez mostraba una compleja posición fruto de la lectura del contenido de una planilla colocada a su lado, procedente del reciente torneo de maestros celebrado en la capital letona.  El viajero era sin duda un jugador de ajedrez, un gran maestro que en la monotonía del traqueteo del tren deslizaba sus pensamientos hacia las circunstancias que le habían impulsado a jugar a este juego de reyes que hasta el momento le había traído grandes satisfacciones. Por supuesto no había sido menor la influencia del defecto físico que le había acompañado toda su vida, aquella mano con tres dedos que había condicionado muchas de sus actividades en la infancia, entre ellas la de dedicarse mucho más tiempo a los juegos de tablero que a las actividades al aire libre. Aquella mano que le daba un toque de misterio ante sus compañeros de escuela.

Cuando comenzó a destacar en el ajedrez con fuerza, todo se aclaró más, su vecino el rabino Zacarías, experto en cábala, le comentó la peculiaridad de que tuviese sólo ocho dedos en las manos, que este número estaba lleno de magia y no era casualidad que el juego del ajedrez estuviese lleno de múltiplos de ocho, como el número de treinta y dos piezas con las que se juega, o los sesenta y cuatro escaques del tablero, cuadrado exacto de ocho. Este número ejercería muy buena influencia sobre él y le haría un jugador fuerte y respetado por todos. Así había sido, en pocos días iba a ser nombrado retador del campeón del mundo de ajedrez y no podía impedir una sensación de autocomplacencia.

En ese instante un compañero de viaje entró en el compartimento y barrió con su presencia los pensamientos de nuestro maestro de ajedrez. Pronto se reconocieron como iguales, ambos eran judíos. Por una parte MIjail Tal, gran maestro de ajedrez y por otra Salomón Monestel, judío ortodoxo de origen sefardita residente en una perdida aldea letona, comerciante especialista en metales nobles.

La proximidad y la conversación pronto se centraron en el tablero de ajedrez sobre la mesa, de allí a iniciarse una partida no hubo de mediar nada.  Tal inició el juego con las blancas mientras su compañero de tren le contaba la historia de su familia con todo tipo de detalles. La partida siguió variados derroteros, pero cuando Salomón narraba los orígenes de sus ancestros en Ribadavia, Tal perdió el enroque. Una hora después, en el instante en que el sefardita explicaba el viaje de huida de sus tatarabuelos en barco desde Gijón a los puertos  hanseáticos, Tal vio desaparecer un alfil y tres peones de su flanco de dama. Bien entrada la madrugada y en el instante en que Salomón describía el viaje de sus abuelos atravesando Europa para instalarse en Riga, Tal perdió la dama. Cuando de mañana el tren expreso hacía su entrada en la estación de Moscú y Salomón terminaba su relato aclarando el modo en que se ganaba la vida, Tal recibió mate en el escaque h1.

El mago de Riga no salía de su asombro ya que se había empleado a fondo en sus jugadas, recogió el tablero con calma y felicitó a Salomón por su excelente juego. El sefardita, con una mirada llena de sinceridad le contó que no dedicaba mucho tiempo al ajedrez ya que sus lecturas del Talmud y el estudio de la cábala le llenaban todo el día, y mientras decía esto y a modo de despedida  tendió su mano derecha al gran maestro para un apretón final, una mano en la que Mijail Tal pudo ver con asombro que solo había tres dedos.
P.D. La partida llamada “El expreso de Letonia” nunca se pudo encontrar.